
Salgo al balcón. Lourdes Flores
22 de mayo de 2015
Salgo al balcón y ahí están sus cosas. Las de ellos, los obsesivos. Tanta insistencia en una sola cuestión me producía plantearme si era yo la que estaba haciendo las cosas de manera incorrecta. Miro mis plantas y les hablo, pero me interrumpen -indirectamente- por vergüenza a que me escuchen hablando con las flores y el gato, y por su energía centralizada en una sola tarea como ocupados y dando todo de sí a su práctica de aseo. Todos los días desde que llegaron sólo veo una situación: excesiva ropa limpia. Lavan y lavan hasta el cansancio cada día que sale el sol, al igual que hoy. ¡Zapatillas! ¡¿Quién lava zapatillas todos los días?! Toallas y remeras, todas blancas, colgadas listas para secarse con los vagos rayos de sol que alcanzan su balcón. No conozco bien sus rostros, si serán uno o dos, pero hay alguien detrás de toda esta cuestión de pulcritud salvaje casi bestial que me inquieta. Alguien experto que sabe lo que hace y lo hace todas las mañanas. Creo que una vez viajé diez pisos abajo con un posible inquilino de esa residencia. Pero su rostro se presentó apaciguado, amansado... casi dulcificado. Definitivamente no es él. De seguro iba a clases con su estomago lleno y su corazón completo hasta el empalago. Yo también, pero con hambre y el rostro falto de lozanía. Hay alguien más. Lo sé. Decidí terminar con esta inquieta controversia ya que era evidente la presencia de algún sujeto ahí porque las sábanas, aparte de moverse lentamente por alguna brisa, ocultaban detrás un cuerpo. Un cuerpo humano. Me vestí de seriedad curiosa, y casi arruino todo por cantar una canción que me persigue en la inconsciencia, pero recordé que le debía silencio a la disputa. Porque así actuamos los que tenemos balcones, en silencio, mientras haya luz y desolación. Me acerqué despacio... tocando la baranda con las yemas de los dedos. Dirigí mi vista hacia el balcón vecino... miré hacia abajo, nuevamente las plantas, un último movimiento y ¡ahí estaba! Un metro con cincuenta centímetros aproximadamente. Me escondí atrás del marco de la puerta dejando escapar mi ojo izquierdo. Apurada, moviendo sus brazos con total destreza, concentrada en la extensión de las vestiduras que me parece, no le pertenecen. Era nada más y nada menos que una posible "mamá/abuela". Esa es mi duda. Pelo demasiado gris para ser mamá pero movimientos demasiado ágiles para ser abuela. Lo que es evidente es que una empleada, no es. Ahora entendí tanta ropa limpia todos los días. Pero inevitablemente tuve que crear en mí una nueva riña. ¿A mano o tiene una lavadora? ¿Cómo voy a saberlo si la zona de la pileta para lavar está adentro? En fin, los vecinos tienen una mamá. O un taller clandestino de lavado de ropa. Entré, me senté en tranquilidad a pensar en que mi ropa está llena de pelos de gato y hay una colcha que tiene olor a café y, por supuesto, una mancha de café, y que definitivamente quiero que esa señora lave mis zapatillas que ya tienen tres semanas en el balcón porque la última vez que las usé había pisado de todo menos flores. Salgo de nuevo, y ya no está. Pero en el balcón del piso de abajo hay ropa limpia también... Pero ese no me interesa, muy sistemático. Cierro la puerta. Enigma resuelto. Investigando el cotidiano absurdo.
Foto: Lourdes Flores